ADOLFO CORREA EN MI VIDA

Soy Juan Carlos Franco. Con motivo del reciente y sentido fallecimiento de Adolfo Correa, corredor de bolsa purasangre, mi mente se llena de recuerdos. Aquí van.

Hace muchos, muchísimos años, siendo yo apenas un niño en edad de primaria me dejaba invitar por mi padre, Javier Franco, a una oficina en el cuarto piso de un viejo edificio en plena Plaza de Caicedo, en el centro de Cali.

En esa oficina trabajaban dos hermanos, uno de ellos pelirrojo intenso. Ese era Sergio. Al otro, Felipe, le fueron negados esos genes nórdicos, pero era tal vez el más simpático. Por supuesto, por esos días yo no tenía la menor idea de lo que ocurría en esa oficina (bueno, ni en ninguna otra, si nos vamos a poner exigentes).

El hecho es que me gustaba pegarme a algunas de las frecuentes visitas que mi padre hacía a Sergio y Felipe. Me gustaba pararme en la ventana a ver a la gente caminando por la plaza. Me gustaba que S&F me preguntaran por el colegio, que trataran de “corcharme” con el nuevo nombre de la capital de algún remoto país africano… y me gustaba que trataran de explicarme cómo era eso de comprar y vender acciones. Que era, al fin y al cabo, la actividad central de la oficina en mención.

Con el tiempo ya me había familiarizado con sus planes de negociar Paz del Río, Coltejer, Fabricato, Tejicóndor, Coltabaco, Avianca, Colcarburo, Valle, Caribe, Ley, Chocolates, Bavaria, BIC, etc. Y sí, de vez en cuando mi padre me regalaba una que otra acción. Recuerdo mi orgullo al poder decir que yo, tan recién llegado al mundo, ya era dueño de compañías importantes.

Me sentía importante teniendo entre manos un papel muy elegante con el nombre de la empresa en letras de molde, que decía representar, por ejemplo, 10 acciones de Coltejer. Y firmado, nada menos, que por el gerente de la empresa, que en mi pequeño mundo seguro era tan importante como el mismo presidente de la República.

En fin, pasó el tiempo y mi familia se trasladó de Cali a Medellín, terminando de un tajo con las visitas a S&F. Pero siguieron presentes en mi vida los papeles de acciones -títulos físicos- que representaban esos porcentajes mínimos de la propiedad de compañías que orgullosamente atesoraba. Más inquietante todavía, para mis pocos años, era la necesidad de guardar los preciados títulos en una caja fuerte, pues extraviarlos era equivalente a perder, tal vez para siempre, su participación en la empresa.

Bueno, de hecho, durante un buen tiempo, de alguno de esos papeles juiciosamente derivaba la mesada para el colegio: Obtenerla implicaba ir en bus al Centro de Medellín, entrar al imponente y señorial edificio del BCA en Colombia x Bolívar (Banco Comercial Antioqueño, luego Bancoquia), hacer fila en una taquilla,entregar el título físico del BCA, y pedir, tarjeta de identidad en mano y la voz aun notablemente aguda, el muy esperado pago de mi dividendo del mes.

Me entregaban el dinero y me devolvían el título con un sello en el anverso que confirmaba el pago. Luego regresaba a casa tratando de disimular mi cara de satisfacción por tener, bien doblados, 5 billetes de $20 en el bolsillo. Resulta que en Medellín ya no había oficina de S&F, por supuesto, pero sí una desde donde operaban su padre y otros hermanos Correa Correa. Ya no al lado de la Plaza de Caicedo, obvio, sino del Parque Berrío. Y también con muy buena vista al exterior. Nada menos que en el famoso Edificio Henry, una joya arquitectónica de los años 20 del siglo pasado. Ahí estuvo durante décadas la oficina de Gilberto Correa & Cía, corredor de bolsa. Todavía se mantiene, repleto de historia, al lado del Metro.

Yo vivía en el Centro de la ciudad, de modo que también pasaba por allá de vez en cuando. Y conocí allí a un joven de barba elegante, hijo del dueño, que desde un principio me impactó por su simpatía y jovialidad. Siempre con un comentario gracioso y oportuno, siempre con unas ganas enormes de hacer sentir bien al visitante, adolescentes (como yo) incluidos.

Ese joven barbado y de sonrisa fácil, llamado Adolfo, muy pronto se convirtió para mi padre en el reemplazo natural de Sergio y Felipe. Y para mí en un amigo que quería mostrarme cómo era eso de comprar y vender acciones para ganar algo de dinero, ojalá, y luego volver a comprar y vender para ganar un poquito más o, con frecuencia, tratar de recuperar lo perdido en la compra poco oportuna de alguna acción.

Conocí a Adolfo en su etapa juvenil y aprendí a escucharlo y admirarlo a través del aprecio y la confianza infinita que siempre le tuvo mi padre. Quien, valga la pena decirlo, dedicaba horas y horas al estudio profundo de numerosas empresas de la Bolsa de Medellín, buscando entre sus cifras y declaraciones las claves que le permitieran comprar o vender en un buen momento. Algunas veces a título personal y otras, la mayoría, para Cementos Argos, su empleador.

Adolfo sin duda fue uno de los principales y más entusiastas beneficiarios de esa sabiduría bursátil de mi padre, una mezcla bien balanceada de astucia, psicología, observación y “malicia indígena” (su frase favorita). De alguna manera, entre estos dos personajes los papeles se invertían: Era mi padre, el cliente, quien asesoraba y entrenaba en asuntos bursátiles a Adolfo, el experto corredor de bolsa.

Con el tiempo fui armando un pequeño portafolio de acciones que fue creciendo, pero más por coincidir con épocas de bonanza que por decisiones financieras particularmente iluminadas de parte del suscrito. A propósito, vale la pena recordar cómo funcionaba la Bolsa de Medellín, donde trabajaba Adolfo como corredor. Todo esto, antes de su fusión con las bolsas de Bogotá y Cali para conformar la Bolsa de Valores de Colombia (BVC):

Durante tres horas, entre 9 y 12 de la mañana, los corredores se reunían físicamente en el salón principal de la Bolsa de Medellín, en pleno Parque de Berrío. Cada corredor, en representación de su cliente, “cantaba” a viva voz su oferta de compra o venta: “Vendo 300 Avianca a veinte con cincuenta”, o “Compro Colcarburo a siete”.

Cuando otro corredor aceptaba la oferta, se lograba el “cruce de operaciones”, pero solo se cerraba el negocio cuando eran entregadas las boletas oficiales en la mesa central de la Bolsa. Se liquidaban valores, se cambiaba el titular de las acciones y se esperaba el pago total en máximo 2 días.

Esa fue durante muchos años la rutina matutina de Adolfo: Salir al ruedo a comprar o vender en representación de un cliente. Sin decir jamás quién era ni para qué. Tratando con gran esmero de no dar pistas sobre una posible estrategia de compra o venta, algo que pudiera alertar a sus contrapartes y subiera un precio o negara una oferta.

Desde muy temprano me di cuenta de que Adolfo trabajaba para sus clientes con todo su ser: A ellos dedicaba todo su tiempo, su inteligencia, su astucia como corredor experto y su integridad. Sin esguinces. Sin concesiones. Sin jugaditas. El éxito de sus clientes era el suyo.

A lo largo de su ejercicio profesional, Adolfo trabajó para diferentes firmas comisionistas. En todas dejó una huella imborrable de honestidad y compromiso con sus clientes. En todas desarrolló entre sus compañeros y clientes grupos fieles de seguidores y pupilos que confiaban a ciegas en lo que dijera o hiciera Adolfo.

Adolfo y su hijo Juan Pablo

Por supuesto, también empezó a sembrar en su hijo, Juan Pablo, desde muy temprana edad, esa mística incomparable, esa necesidad de cumplir a cabalidad -y frecuentemente superar- las expectativas de sus clientes. En especial para beneficiar a las familias, a las personas, más que a las empresas o entidades.

Porque, según la acertada filosofía de Adolfo, a las empresas hay quien las defienda, pero con frecuencia las personas y las familias están más solas, no tienen manera de evaluar con buen grado de acierto la conveniencia o no de alguna inversión que le proponga su entidad financiera.

Cuando, estando vinculado con alguna entidad bursátil de ingrata recordación, empezó a percibir que desde la dirección de la empresa emanaban directrices éticamente dudosas para sus corredores, Adolfo no dudó en cortar su relación con la firma de manera inmediata y radical, invitando además a sus clientes a que lo hicieran. Todos los que seguimos su sabio y muy oportuno consejo pudimos evitar experiencias negativas que más adelante sí tuvieron muchos otros clientes de dicha firma.

Hacia el final de su vida profesional, Adolfo, con el total respaldo de Juan Pablo, logró enfocar su filosofía de pensar primero en las familias que en las entidades financieras a través de la fundación de WMI, una firma enfocada 100% en acompañar y asesorar a los grupos familiares en todos los aspectos relacionados con la preservación y crecimiento de sus patrimonios comunes.

Además de su vida ejemplar, de su integridad a toda prueba y de su alegría contagiosa, que perdurarán por generaciones a través de la vida de sus hijos, nietos, e innumerables clientes y amigos, Adolfo deja a WMI como un gran legado, un maravilloso ejemplo práctico de cómo poner las necesidades, los sueños y los proyectos de los clientes por encima de todo.

Tu bello ejemplo de vida perdurará y trascenderá personas y generaciones.

Gracias por tanto, Adolfo!

Juan carlos Franco

Mayo de 2025